viernes, 12 de junio de 2009

ALGUNOS DIAS



Algunos días me levanto ofendida con el alba primera, quiero volver a trepar por el sueño y asomarme a la infancia. Desprenderme del tiempo presente y quedarme tranquila con mi colección  de bosques púrpura y  lluvia amarilla.

Algunos días deseo esconderme en el bolsillo de la vida.  Inclinarme fugitiva ante el día que acecha con zapatos grises.

Y es entonces que aparecen mis atletas decididos y sin darme tregua, muerden las sabanas, lamen mis mejillas, andan por la almohada con jadeos hambrientos, me destapan para abrir la cama con sus patazas tibias. Se recuestan, alargan y desbordados, me asfixian.  Sus rabos levantan volcanes. Son  como piedras que flagelan pidiendo entrar en mi espacio y como una maravilla prodigiosa, abro los ojos feliz  por verles congregados conmigo.

Es tan agradable sentirles, es tan sencillo quererles!!!!














AMIGOS Y JUEGOS                     CANSADOS

lunes, 8 de junio de 2009

FIN DE SEMANA

Verano se abre como un pétalo. El traje del tiempo viste ráfagas de menta, hierbaluisa, lavanda, romero y prados tupidos de flores diminutas y sin nombre.
Época de tardes largas, de espacios abiertos, de noches de recreo, de escotes generosos y amaneceres fieles.
Epoca de amigos, camaradas, colegas, compañeros charlando en las terrazas de cemento.
Epoca de abundancia en todo.
Vamos labrando juntos el calendario de la vida, pisamos los dias formando un astro en las tinieblas.
Para cuando venga la lluvia a nuestro techo estaremos ahi, abrazados en la cúpula ardiente del sol de agosto. Alli sumergidos:
recordando la luz de los mares, de los puertos, de las fuentes, donde cosechamos los huesos del invierno.










LAS AMIGAS DE LA INFANCIA




Los sábados de invierno, cuando los nubarrones vestían el cielo con su abrigo negro y la gente se reclutaba en sus hogares, frente a las estufas encendidas y las chimeneas calientes, nosotras corríamos libres, anchas, resueltas, empujadas al encuentro de la arena húmeda de la costa, la playa era algo personal e íntimo, percibíamos aquel territorio como nuestro, allí, gritando como una banda de chiquillas locas, nos estaba esperando la tormenta, me descalzaba y andábamos la orilla, justo donde reventaban las olas, enfurecidas, al limite, hasta que mis pies crujían en calambres y la boca humeaba el vaho denso que produce el frío. Pasmadas y ateridas, abiertas a la dicha, con el rostro enrojecido y la frente salpicada de salitre, marchábamos por la niebla delgada hasta que el cielo se abría en un enjambre de rayos y lluvia. Caladas, convertidas en gotas cristalinas, bailábamos las sombras diamantinas hasta llegar a casa. Tundra, la jovenzuela mestiza con un antepasado gos d’atura, se sacudía la humedad en mi vestido, inundaba el salón formando una hilera de rías que desembocaban en la alfombra persa, y en un frenético vaivén de su cuerpo, abrigado con cúmulos de pelo que caían como mazorcas enredadas, olisqueaba el aire y buscaba a su amiga del alma, nuestra gata.

Diva, era una prodigiosa minina, tenía el arte de desplegarse de un sueño profundo, levantarse sonámbula, esperar a que Tundra se enroscara y ovillarse en su lomo, sin siquiera despertarse.
Antes de poder secarme, despojarme la ropa empapada, recoger los restos de arena que íbamos dejando y que formaba diminutos montículos sobre el suelo encerado, antes de recoger las goteras que descendían por el dobladillo de mi falda, Tundra se desparramaba sobre la alfombra que absorbía el agua como una toalla. Entonces aparecía Diva y se desplomaba en el costado de la chicuela aún mojada, invariablemente daba un bufido de enfado y pegaba un salto para huir a toda prisa del agua, resbalaba, daba un respingo, saltaba sobre el suelo mojado y patinaba un buen trecho con la panza hasta conseguir equilibrarse, muy puesta, muy enfadada por el espectáculo poco felino y nada elegante. Subía a una silla, se desperezaba, miraba su entorno para entender que cosa había provocado el desastre, giraba la cabeza, nos miraba con rabia porque en aquel preciso momento nos detestaba. Bajaba, agitaba de forma exagerada una a una sus cuatro patas para liberarlas de lo que, para ella, era un pantano. Saltaba al camastro y se acicalaba de arriba a abajo, poniendo un interés excesivo en sus garras, las barría con su lengua áspera, abría los dedos, los lamía, los cerraba, concentrada, impasible, entregada. Mientras tanto yo apuraba los últimos minutos antes de que llegara alguno de mis padres, rápida, como una película de Chaplin, fregaba, recogía, quemaba la alfombra y a Tundra con el secador del cabello, corría hacía el baño, me duchaba, escondía la ropa y las toallas en el fondo del balde de la ropa sucia, y por fin respiraba aliviada, una vez mas había evitado las broncas oscuras, los gritos amargos, los discursos gastados y agrios, las amenazas interminables, los consejos repetidos, cansados, los duros reproches de mis padres.
Diva, bien aseada, acosaba el palo de la fregona e iniciaba el ataque, driblaba, rodeaba el cubo y me clavaba las garras armadas en el muslo, se columpiaba en mi espalda y brincaba al suelo desde mi asombro, mordía mis talones y empezaba de nuevo el circulo vicioso, a la caza de los utensilios con los que yo trabajaba, hasta que me apuraba tanto que hacia un conato de estamparle la cara con la bayeta escurrida, sin embargo no le daba, solo la rociaba, entonces se cerraba, calmada, y observaba mis movimientos apresurados desde una tranquilidad insultante. – Diva, gata mala- solía decirle un poco molesta – ¡podrías ayudar caramba! Y por toda respuesta, bien espachurrada en la grupa de Tundra, bajaba los parpados con la misma pompa y boato de un monarca y dormitaba.
Tenía yo ocho años, mis padres trabajaban. Después de acabar su jornada iban a la compra, al mercado, al banco, al notario, a cuidar de la abuela, a visitar a la hermana, a pagar las deudas, a los funerales, a los entierros, a dar el pésame a los familiares, al hospital donde el abuelo estaba encamado, a felicitar a la prima que había sido madre, a muchos y tantos asuntos que de niños ignoramos, vivían apurados, sin aliento, sin tiempo para dedicarse un rato. Mis hermanos campaban por las plazas anchas, tiraban piedras, pedaleaban, cortaban relámpagos, se escondían en cuevas, trepaban árboles, conquistaban mundos, cruzaban mares, seducían doncellas, con los amigos del vecindario.
Yo por ser la más pequeña y la única niña de la camada, tenía prohibida la calle, Tundra y doña gata se quedaban conmigo para hacerme de ayas. A esa edad matutina, jamás me encontré abandonada, ni percibí el pellizco de envidiar a los mas grandes, ni sufrí celos, ni me sentí nunca sola, ni cubrí de ruinas mi infancia, estaban mis dos amigas reunidas, para endulzarme, vencer los miedos, tocar el cielo con las manos. Mientras crecía y germinaba ellas guardaron mi secreto, y, a todos los efectos, me quedaba en casa.






VENUS, LA GATA AUSTRAL


No teníamos gato propio porque una colonia de mininos salvajes y andrajosos, inundaba nuestro jardín. La escoria de los felinos, de puro mugrienta, nos resultaba simpática. Eran los desahuciados de la tierra, los intocables, los plebeyos, los últimos, los borrados, las sombras, los remotos, los abandonados, las castas mas bajas, los exiliados, los oscuros, los mártires, los emigrantes, los golpeados, los infieles, los trágicos, la sílaba impronunciable, los parias, los olvidados.

Cada día, a eso del mediodía, saltaban por el muro lateral y de allí se colgaban a las ramas del peral para deslizarse, decididos, hacia el camino de tierra húmeda y fértil que bordeaba un vergel de plantas y flores aromáticas. Allí crearon sus fronteras y vivían sus hazañas al margen del resto de la población constituida por mi familia y un par de perros ancianos a los que teníamos prohibido acercarse a los gatos, más que nada por temor a su salud.

Apenas, pues, tenían trato con nosotros, nos miraban arrogantes, con posado altanero mientras atusaban sus melenas desteñidas con la dignidad de los aristócratas de rancio abolengo y recogían cualquier miga comestible por amarga que esa fuera.

Con unos andares soberbios y la cola bien erecta, se sentaban codiciosos a esperar que les diéramos su ración de vianda. Eran tan míseros, llegaron tan flacos al principio, que de darles los restos de los platos sucios, pasamos a servirles pescado fresco del día, porque vivíamos en la costa, frente al esplendido litoral Mediterráneo, y cuando llegaban las barcas de pescadores, cargadas de peces agónicos, íbamos a llenar la cesta y cargábamos de mas para los gatos hambrientos.
Con el tiempo, la colonia fue creciendo y los viejos embajadores de lo mugriento, duplicaron su linaje y mostraron el camino a los recientes. Llegaron a desbordarse tanto que no había un milímetro de terreno en el que no encontráramos a un desamparado indigente. Entonces aserramos las ramas de los árboles, cubrimos el muro, aislamos los caminos, tapamos los agujeros de sus guaridas, despiojamos con zotal todo el parterre y les levantamos el campamento.
A pesar de todo no nos sentimos bien desplazando el problema y nos seguía preocupando el destino de aquellos gatos. Sin hallar una solución práctica, les servíamos su ración al otro lado de la pared trasera, la que daba al mar y estaba desocupada.
Les faltó tiempo para destramar desde donde les bajábamos la comida para esperar allí, acumulados como un enjambre, acechando su territorio perdido. Les veíamos por la noche peregrinar por el muro, congregados, cruzar la verja en fila india, con sus ojos como faros chispeantes, como luciérnagas danzarinas marcando el paso, para llegar al peral desnudo, y de allí, abrirse al desamparo de saberse vencidos, de los que no tienen nada, de los hundidos.
No sabemos ni como ni cuando Misha, una gata brava, que una consecución de partos había dejado la piel como un colgante, logró colarse hasta el fondo de los rosales y allí, sin comadrona ni padre conocido, parió una cachorrada de cuatro desventurados enanos, tan diminutos como el dedo meñique de la mano, de los que solo sobrevivió una criatura muy hermosa, aterciopelada, glotona, exploradora, desprendida y confiada. Porque ahora, su pequeña, bien nutrida, brillante como el nácar, venía a refregarse en nuestros zapatos, comía de nuestra mano, desembarcaba en nuestras vidas y nos ganaba ronroneando. Misha la miraba, gastada, en medio de un generoso mes de mayo, a veces, indecisa le maullaba un regaño, pero su chiquita, alegre, la olvidaba y rodeaba el mundo en un abrazo.
Misha se quedo a vivir entre la rosaleda del jardín y el patio, jamás quiso entrar en casa, ni apreció ningún mimo, ni permitió la entrada de otro gato, fue una excelente guardiana. Después de todo, se había ganado a pulso ser la ocupa oficial de los rosales.
Su chiquilla creció hermosa, convencida de que la vida era una diadema de fragancia, alegría, bienestar y abundancia.

La bautizamos con el nombre de Venus, porque de toda aquella constelación felina, de todo aquel cosmos gatuno, de todo el sistema planetario que anduvo por nuestro jardín, recogimos al planeta más brillante, sólido, deslumbrante, cegador y estrellado; Venus mi gata austral.







domingo, 7 de junio de 2009

ROM, MI ESPACIO




Era el día de mi treinta y cinco cumpleaños, celebrándolo conmigo estaba una buena parte de la familia, las buenas amistades, los mas íntimos, y algún que otro advenedizo. Estábamos reunidos, jocosos, charlando, felices de encontrarnos congregados alrededor de la mesa, compartiendo el momento, ávidos de alegría. Corría el cava y los licores pasaban de mano en mano, las copas se llenaban y se vaciaban en las golas animadas. Mientras tanto, partícipe también de la cháchara, yo iba abriendo los regalos, husmeando, desatando cabos, explorando el papel satinado, descubriendo el fondo de los embalajes.

Hacía ocho meses que había enterrado a Nit, mi dogo querida, será para no creerlo, pero estaba de luto, cualquier tontería, por efímera que fuera, me golpeaba la herida y originaba un sollozo. las lágrimas reabrían cicatrices mal curadas que escocían, que agredían como puñales en el cuerpo desnudo.
En la intemperie palpitaban sin tregua sus recuerdos, dolía estar despierta, dolía su abandono, su lejanía.
La veía aun inmóvil el día de su destierro al profundo abismo del vacío y me desbordaba el no verla aparecer de súbito, satisfecha, a la zaga de cualquier locura, y correr zalamera para encontrarse en mi camino, dispuesta al juego, a la caricia, al dormitar alerta, pendiente de su entorno, concienzuda.
Cabezota y terca a tiempos, paciente y despreocupada siempre. Segura de si misma y del amor que la rodeaba. Solo con pronunciar su nombre, me ardía la garganta, me quemaban los ojos. El duelo en los labios y un sabor a ceniza me envolvían.

Esperaba en secreto que entre el laberinto de tantos paquetes, durmiera un cachorro, no para sustituir a Nit, era imposible, pero si para ofrecer de nuevo mi mejor sonrisa al mundo.

Al atardecer fuimos a recostarnos en la playa desnuda y desierta, porque nací en diciembre, cuando la arena dibuja un borroso perfil calcáreo de marfil, y niebla.
Cuando las olas se desatan, escalan, atraviesan las nubes y empañan la luna.
Cuando el rumor implacable y constante peina en silencio el silbido del viento.
Cuando la espuma abraza las rocas, las besa y camina por un paisaje intermitente de arpones de bruma.
Cuando el mar, traspasado, se desliza en la desdicha del otoño tardío.
Cuando la luz se deshace en sombra amarilla, húmeda, invencible, cristalina, pálida y viva para derramase en la orillas del mundo.

Noté que faltaban algunos invitados, pero no dije nada, quizá se habían ido, aburridos, quizá regresaron a casa a por mas bebida, no me importaba porque estaba arrobada y ausente, con la memoria perdida, sintiéndome parte de una desesperanza que nacía del vuelo de las olas. Comenzó a roerme la morriña.
Y entonces, en un instante precioso, aparecieron todos y me rodearon mientras me cantaban el cumpleaños feliz y me entregaban un regalo mayúsculo. Llegó a mis manos una caja de zapatos adornada con un lazo rojo que, en letras púrpura decía “ROM”.

Allí estaba mi cachorrete, mí sultan diminuto como una semilla, enojado por su encierro, hundiéndome en su mirada inquisitiva, empezó a lamerme y se enredó en mis dedos. Supe al momento que envejeceríamos juntos, día a día. Lo deslicé hacía mi pecho y lo rodee en un abrazo merecido, me partí para adentro, reservándome todo el placer del encuentro.
Bienvenido Rom, le susurré a la oreja, y él, sigiloso, ya convertido en estrella, con la confianza mas pura, se arrulló como la hiedra a mi cuerpo.
Emergió de la arena fina de los arrecifes para atracar en los bosques de un futuro compartido y como una flor de los prados, como el trébol, humilde y sencillo, detuvo la tristeza e iluminó mis ojos.
Heredero de mis secretos y mis dichas, tejió una red que me envolvió entera y le entregué mi espació y los minutos que lo ocupan y él levantó un muro de tierras y lunas cerrado a todos los infortunios.
Rom, galope entre la cresta de las olas, atrevido, solidario, desbocado e intenso. Anidó conmigo durante el trecho de su destino.